Perrita

Tenías radar para las flores
Con un hilo de voz tenue
Hablabas con ellas antes
Que expandieran su olor por todo alrededor
Y las naranjas blancas
Caídas y fermentadas en el suelo
Te curaban
Siempre para ti una fiesta
Subirte a la furgoneta
Para ir a la garriga
Los fines de semana
La más agradecida de la casa
Cantabas tu alegre canción
A lo largo del trayecto
Y eran tus aleluyas a los almendros
Distintas a las de las oliveras en floración
No puedo decir te echo de menos
Sabiéndote presente espiritualmente
Es mi conciencia
Su apego a lo que ve
Que me distancia a conversar contigo
Y por eso te escribo esta carta
Para que sigas protegiendo
Las flores de la tierra que
Hoy ha estado llorando
Porque será Pascua florida -¡qué tristeza!-
Y no hay un solo tomillo en ella

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Jardín

¿Quién cortará las reinas de las estrellas, secas y monócromas?

En la oscuridad intercambian

monosílabos

con el rocío de la noche

Las flores aman la música del sitio

Y el jardinero dejó de tenerlas en mente

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Barthes

Podríamos decir que intimidad es la distancia que le separa a uno de sí mismo. Si hay un hálito de vida en esa distancia, la fotografía lo apresa en el espacio de ese instante que, tras ser encerrado en un negativo, revelará el procesado del mismo. El revelado, no obstante, no trasciende de la curiosidad ya que el hecho biográfico queda abolido en el significante al coincidir inmediatamente con él. La curiosidad evoca la solicitud de encontrar extraño lo que existe, de interpretarlo al margen de las jerarquías tradicionales entre lo importante y lo esencial. En cualquier caso, hay una dimensión física en la labor creativa. El escritor, por ejemplo, se encuentra desprovisto para encontrar una relación armoniosa entre la frase y el cuerpo, una ecuación ésta cuya resolución conlleva la búsqueda de una articulación coherente entre vida y lenguaje. Asímismo, hay una ética resueltamente visual en la fotografía, aunque no por ello exenta de cognición y por ello de interpretación, algo que, en el dibujo, a partir de lo que los ojos ven y la mano traduce, se trata de un determinado acceso a un modo de ser intérprete, en el espacio-tiempo de la creación.

Dad

¿Cómo definir la palabra padre?

Decir agua tendría que ser suficiente.

No puedes hacer un modelo de agua

al menos que la encierres en un molde,

lo que sería sin duda

a efectos de alguna utilidad.

Pero no existen moldes para las esencias.

Así, dejarla libre es preferible,

agua corriendo entre confusas voces

que descubre una verdad

eternamente simple en su complejidad

Dad, dad…

Sin daño y sin edad.

Dad es padre, en inglés,

así como god es dios,

creación

en perfecta perpetuidad.

En nuestro dialecto,

dad suena parecido a preguntar: tat?,

que significa: ¿verdad?,

mientras que god suena como got,

es decir vaso.

La verdad es un dios

de quien espero

que desde el infinito vaso cielo

sea ya nada todo

y todo nada

para quien nada como quien descansa

por el mero hecho de nadar en ello.

¿Juegas a combinar las notas fuertes

con las débiles del agua?

Así te veo yo,

como si se tratara de jugar a dominó.

Nadar feliz en ti

sin recelar del agua cielo

que predomina en suelo paralelo

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PoemA febrero

Poema Febrero

FEBRERO
Se abre a las flores de almendro todo el campo
La alegría inunda el invierno
En la naturaleza solo hay
consecuencias
Es su idioma tan simple
que todo lo ilumina
Los sueños de Ayuso arrepentida
se cierran ante la lluvia de los pétalos
En su soledad hay sitio
para un gran apagón en la Cañada
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Escena de calle

A un par de coches de haber dejado atrás la rotonda, una chica de pelo largo y negro y ademán resuelto, recién acaba de bajar una rampa empinada en el lado izquierdo de la carretera, llevando un cochecito de bebé y disponiéndose a cruzar el paso de cebra que queda frente a ambos. Punto muerto y freno de mano, S se detiene. A medio paso de cebra, la chica hace ostentación de cigarrillo encendido en una de sus manos y se lo lleva a la boca apenas antes de terminar de cruzar. En una fracción de segundo ya están en la acera. S sigue adelante. Un poco más arriba, a unos cien metros, vuelve a haber otro paso de cebra.

Esta vez, una mujer de pelo gris y espalda encorvada se dispone a cruzar empujando un carrito de la compra ostensiblemente lleno. Cruza en el mismo sentido que la anterior: de izquierda a derecha. Tanta uniformidad la deja un poco shockeada; ni que estuvieran escribiendo con los pies, piensa esbozando media sonrisa. «Me quedo con ello: escribiré esta escena de la realidad real para meterla en mi próximo guión«, se dice. Luego, respira profundamente y va soltando el aire de sus pulmones a lentos intervalos, con calma y dominio de su capacidad espiratoria; carraspea y da un giro hacia la izquierda en la segunda rotonda para tomar la segunda salida y meterse seguidamente en el parking del Lid´l. Aparca en un hueco que acaba de dejar una furgoneta grande, de un blanco luminoso, y deja el coche a la sombra; «un sitio inmejorable, ni de película, vamos«, se dice.

Aún tiene que hacer la compra para la semana y está pensando en el jardín de su casa con las espectaculares flores blancas a punto de abrir.

Las ángelas

Las ángelas de la calle La Parra, eran mis cinco vecinas hermanas que me tenían fascinada con sus idas y venidas, sus risas alegres, sus vestidos y su incesante actividad. Se llevaban entre ellas poca diferencia de edad. Aunque una de ellas, Angelita, tenía el diploma de Corte y Confección y sacaba patrones a medida, todas sabían coser y bordar. Mi tío Juli, el hermano menor de mi madre y yo nos llevábamos dieciocho años y eso es lo que por término medio me podía llevar yo con ellas, pues Juli y las ángelas siempre estaban haciendo coro y discutiendo amistosamente de eso y de lo otro cuando llegaba el verano y mi tío venía a visitarnos al pueblo por unos días, como hacen los jóvenes que coinciden con los mismos gustos en música y en modas y en todas las cosas de la edad en general. ¿Mama, me dejarás ir con Angelita a dar una vuelta por La Cava, a ver «los corrers»? Bueno, puedes ir, pero ella es mayor que tú que no levantas ni un palmo del suelo, así que obedece en todo lo que te diga, que a la vuelta no me tenga que arrepentir de haberte dejado ir. Me admiraba de la resolución de las ángelas, de todo su potencial sígnico, de los gestos perfectos y coordinados con que accionaban el vuelo de sus vestidos como si tuvieran vida propia las ropas que se ponían y, sobre todo, de la aparente sencillez con que se manejaban con las palabras que yo no dominaba y a las que tanto me costaba echar mano para expresar con exactitud lo que quería decir, cosa que me alejaba fácticamente de ese distante potencial sígnico de las palabras y los gestos que los mayores ponían en acción para entenderse entre ellos mientras yo me quedaba suspendida en la esperanzada nebulosa del quizás poder alcanzarlas -a las palabras y a las ángelas-algún día entre las cosas del crecer.

Una tarde de invierno que recién acabábamos de quitar la mesa de la cocina y de retirar los restos de la comida sobre el lampante hule recién estrenado con cerezas azules impresas sobre un fondo de cuadritos azules y blancos, tipo vichy, llamaron a la puerta que daba a la calle. Maria Cinta, la ángela mayor había venido a preguntarle a mi madre si les daría permiso para poder probarme un vestido que estaban cosiendo entre todas para un compromiso que tenían con unos familiares suyos de Barcelona que tenían una hija pequeña. Es para una niña que se parece a ti tanto y tanto y sois las dos de la misma edad y de la misma complexión, dijo Maria Cinta dirigiéndose a mí y dando por descontado que probarme el vestido me encantaría. Pero yo siempre he aborrecido las pruebas de taller, los pinzamientos con alfileres que se caen al suelo cada dos por tres y no me puedo agachar a recogerlos porque me pincho en los brazos con los que llevo puestos, y la vuelta del dobladillo con la que tanto me hacen consumir dando vueltas enteras a derecha e izquierda, ahora de cerca para prenderlos y desprenderlos, y ahora de lejos frente al espejo en la pared, gira así y gira ahora asá, ni que una fuera un tiovivo maquínico, versión criatura humana, hasta que los ojos de la modista alcanzaban el deseable more geométrico y daban el visto bueno y el: respira, lo has hecho muy bien, ya te lo podemos quitar. Todo lo resistí estoicamente como si me hubiera vuelto inmune al malestar, a ese plomo que se hacía con mi cuerpo porque la curiosidad que yo sentía hacia esa niña desconocida y que las modistas aseguraban éramos tan parecidas como dos gotas de agua iba en aumento a cada prueba que me hacían y era un aumento como de lentes gruesísimos que se acoplaran a los que ya llevaba puestos en mis gafas, unos aumentos que yo imaginaba se desvanecerían, que tal vez hasta las gafas enteras se desvanecerían cuando mi doble viniera al pueblo a recoger su vestido y nos llegáramos a conocer. No sucedió nunca y un buen día las ángelas dijeron que habían ido a la ciudad a entregar el vestido personalmente. Como si tal cosa. Todo ello me viene aún de vuelta cuando veo un maniquí de esos de pie, las tres patas de madera torneada anclándolo en el suelo de algún escaparate vintage, y una oleada como de hormigas empieza a recorrerme imaginariamente todo el cuerpo desde las plantas de los pies hasta el último folículo piloso de la cabeza. Eso es cuando inconscientemente me llevo las manos a los ojos y me los refriego porque, imaginariamente o no, voy sin gafas y ya se me esté nublando otra vez la visión.

El sofá kleenex

Los cumpleaños son años en que situaciones memorables cumplen sus 365 o 366 días. Hemos restringido los cumpleaños al área de los alumbramientos o nacimiento, y deberían serlo también para los decesos o muerte. ¿Cómo llamamos a los cumpleaños cuando se cumple la muerte de alguien?, ¿efeméride? ¿Porqué giramos el significado de las palabras buscando palabras sustitutivas para un mismo concepto según sea considerado en su inicio o considerado en su fin? Quien fija estas normas ejerce una determinada autoridad controversialmente ética encaminada a diferenciar la alegría de la pena, cuando ambas coexisten vinculadas íntimamente a lo largo de nuestra existencia terrenal de vida . La muerte seguirá estando en el otro extremo del nacimiento, pero nunca será lo opuesto a la vida porque la existencia de vida después de la muerte la corroboran los sueños en los que nuestras pérdidas familiares e incluso gente distante que ni siquiera hemos conocido en su existencia mortal continúan presentes y activos en nuestros procesos cognitivos y, como sostiene W. Benjamin, las palabras se desploman como capas, desnudan y son a la vez envolturas con las que te sientes revestida o revestido. Se muere la gente y se mueren los ciclos estacionales que se van acumulando los nuevos sobre los viejos, unos encima de otros, hasta que el recuerdo recuerda sólo la parte que le conviene y lo que el almacén de memoria de nuestro sistema le admite acoger en su habitáculo.

El sofá kleenex es una caja de pañuelos de papel camuflada de figurita-sofá, un objeto de uso entre utilitario y decorativo muy común en los 70, en los que la clase trabajadora aprendimos a disponer de sofá en las casas y cuando los ahorros alcanzaron para ello, aprendimos también a tener coche para desplazarnos con presteza de un lugar a otro y poder, por un ejemplo, acudir a pasar los fines de semana con nuestros padres porque nuestra casa seguía siendo la casa materna y no el sitio donde habíamos ido a parar para poder desempeñar un oficio. Al igual que esas figuritas, por lo general perritos, con muelle entre la cabeza y el resto del cuerpo que se movían por el efecto vibratorio del motor en marcha, el sofá kleenex se solía poner en un a modo de anaquel posterior, por detrás del último asiento y por encima del maletero del auto. Dejamos de llevar esas curiosidades con gusto y ostentación de inspiración casera porque bien el diseño de los nuevos coches con amplio despliegue de miniapartamentos para guardar de todo ya no lo permitiera o bien porque la seña de identidad tenía que pasar página al igual que muchas otras modas. El sofacito tenía su utilidad pues el forro de la caja, el cojín alargado y vuelto hacia adelante en los microreposabrazos de sus extremos, pegados en el respaldo los tres cojincitos haciendo juego con la misma tela tapicera te permitía desempañar los cristales cuando hiciera falta con solo alargar la mano hacia la boca del dispensador camuflado en el artificio. Todavía lo conservo. He vaciado la casa de cantidad de cosas que no voy a llevarme cuando me mude, pero me resisto a deshacerme del sofá. Me lo regaló la hermana de mi madre en uno de los viajes en coche que solía hacer para venir a visitarnos con mis primos y su marido que era el que conducía. Me trae recuerdos que aún van más allá en el tiempo, cuando yo viví en casa de mis tíos porque me había ganado una beca para estudiar magisterio, por no perderla ya que en la normal de mi provincia no me admitían la solicitud de matrícula por estar mi edad por debajo de la edad reglamentaria. Seguramente por inadvertencia del dato, sí me admitieron en los últimos días de plazo en la normal de Madrid, lugar donde vivían ellos y donde mi madre había nacido. Miro el sofá caja que hizo mi tía y es como si oliera a flores de naranjo y de limonero, como si ahora mismo estuviera pasando por la huerta de Valencia por Semana Santa, camino del delta del Ebro. Ese olor a azahar me hacía cambiar el chip lingüístico de forma natural y sencilla ya fuera por la proximidad a mi pueblo natal o porque los sentidos cambian de vibración según los sitios, en mi cerebro ya había neuronas emitiendo el mensaje que dejara de pensar que estábamos en Semana Santa para acoger el decir que estábamos en la semana de Pascua, hay que ver lo que tira la tierra en nuestro sentimiento, la lengua de cada sitio entendiendo la vida con palabras distintas porque también la entienden de forma ligeramente, muy o poderosamente distinta. ¡Poderosa diversidad! La furgoneta de mi tío era una citroën, creo que a lo largo de su periodo activo de conductor mi tío siempre fue cambiando un modelo por otro, todos citroën. Mi primer utilitario también fue un citroën, el modelo disponible más yin para una chica joven, el dos caballos. Cada vez que veo alguno circulando todavía por ahí me da un vuelco el corazón, hay que ver como se le llega a coger apego a un objeto mecánico aparentemente sin energía propia. Digo aparentemente porque estoy convencida de que energía tienen, cuando menos la energía que nosotros les transmitimos. ¡Qué días aquellos en que gastábamos nuestra juventud como si tal cosa, sin ni siquiera darnos cuenta de lo hermoso que sería recordar nuestros años jóvenes!

Ser

Esta es mi casa.

Mira esa flor como un pincel:

soy yo.

A mis flores

no les han de faltar

cuidados ni cuidadores.

El viento antojadizo

alcanza los ramos de escaramujos.

Las células envejecen,

nuestro ser, no.

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